domingo, 22 de abril de 2018

Cuento colectivo: El sueño del vino


—¿Y ahora qué hacemos, Avelino? Ya nos han cerrado las librerías y tenemos que volver esta noche sin libros para la niña. Un vinito, me dijiste, un vinito, y aquí estamos, a las tantas de la noche, con cuatro vinos encima, pero sin libros. ¿Qué cara le ponemos ahora a Martita?, ¿eh?

Avelino, sentado en el banco, la miraba sin decir nada. Montse tenía razón. Se habían pasado la tarde mirando los puestos de libros que habían montado en Rambla Brasil y discutiendo sobre qué llevarle a su hija, que había pillado un gripazo y no podía moverse de la cama. Pobre niña, con la ilusión que le hacía, prefería el día de Sant Jordi al de los Reyes. Pero, claro, como no se decidían, le había propuesto a Montse tomarse un vino en uno de los bares del barrio. Y ahora, aquí estaban, medio borrachos y sin libro para la niña.
—Puede que me meta donde no me llaman, pero no he podido evitar escuchar la conversación y quizá pueda ayudaros. ¿No habéis oído hablar de Matías? Vive cerca de aquí, rodeado de volúmenes de todo tipo de género, y si le caéis bien podréis conseguir un trato justo. Pero os aviso de que no es tarea fácil, ya que hace años que decidió que le gustaban más los libros que las personas—, les dijo el chico que estaba sentado en la otra punta el banco y en quien ni siquiera se habían fijado.

Después de que les diera la dirección exacta, Montse y Avelino se dirigieron decididos, no estaban seguros de si porque no tenían otra opción o por los vinitos que se habían tomado, hacia la cueva del coleccionista. 

Cuando llegaron al bajo en la calle Miguel Ángel, 37, creyeron que por la hora que estaría cerrado. ¡Menudo desengaño iba a llevarse Martita! Vieron un local con la puerta de madera ajada pintada de color rojo, cerrado, pero con la luz interior encendida y la persiana metálica subida. Picaron con los nudillos.
—¿Qué quieren?
—Señor Matías —empezó Avelino—, perdone por la hora, pero hemos tenido un percance y nuestra hija está enferma y no le hemos podido comprar un libro.
—Todo el día sin hacer nada, todos en la Rambla y ahora se despiertan —respondió el coleccionista con malas pulgas, pero abrió algo más la puerta y les dejó pasar—. Bueno, miren por ahí.

Con la luz, Montse se dio cuenta de que le sonaba su cara. Recordó que era el marido de la señora Mercè, vecina del barrio de su madre, que se separaron y que él decía que en las discusiones matrimoniales ella le pegaba. El cuarto vaso de vino hizo su efecto y, animada por el alcohol, empezó a interrogar al librero, mientras Avelino intentaba encontrar algún libro entre las caóticas estanterías y pilas que pudiera gustarle a Martita.
—Señora, menos cotillear y más ayudar a su marido. Que les estoy haciendo un favor— gruñó el señor Matías, harto de las preguntas.
—A mí no me amenace —contestó airada ella—. Que le doy con el bolso, como su mujer.
—¡Montse! ¡Por Dios! –exclamó su esposo, desde el otro extremo de la librería.
—¡Fuera de mi tienda!

Avelino acudió raudo ante el dueño clamando clemencia y disculpándose por su mujer. Necesitaban un libro. No podían llegar con las manos vacías. Ambos lo sabían. Martita había heredado el carácter de su madre y se lo tomaba todo como una afrenta personal.
—¡No seré yo el que frustre la ilusión de su hija! —dijo el librero—, pero ustedes han dado muestras suficientes de dejadez y, en el caso de su mujer, de prepotencia y altivez. Y para no dilatar más esta situación, porque no disfruto humillando a nadie, le propondré una serie de libros a elegir por usted a cambio de una condición que deberá superar.
—Ya dirá, señor Matías, le estaré eternamente agradecido.
—Se lo pondré fácil —se relamió el otro— en los próximos cinco minutos debe narrarme el guion de una historia no conocida que pudiera acompañar al regalo de un libro y que pueda relatársela a su hija nada más llegar a su casa.

Avelino se quedó de piedra. ¿Qué había dicho aquel señor? Poco a poco lo fue comprendiendo y replicó:
—Bueno, la verdad es que mi hija ya pasa de los veinte y no sé si está para que yo le cuente historias…
—Pero, ¡hombre de Dios! ¿Qué es lo que dice? ¿A quién no le gusta que le duerman con un cuento?

Montse cogió por el brazo a su marido y dijo: 
—¡Ya está bien! ¡Nos vamos! —y, acercándose amenazante a Matías—: Y usted, señor Matías, tiene razón, nos hemos pasado el día entero despendolados y paseando. ¿Y qué? ¿Quién se cree que es usted para juzgarnos y ponernos penitencias?

El librero se quedó boquiabierto, cavilando y Avelino aprovechó el momento para intentar calmar a Montse, pero ella ya había comenzado a caminar hacia la salida.
—Espera, Montse, ¡piensa en Martita! ¬¬
—Ahora les daré un cuento para Martita —dijo al fin el librero—. Y a ustedes les voy a rebajar la dificultad de mi condición. Les concedo toda la noche para escribir la historia que les he pedido. La quiero aquí mañana a primerísima hora —añadió, con una sonrisa extraña—. ¿Les parece bien?
—¡Vaya tipo más chiflado! —exclamó Montse mientras subían por la calle Joan Güell—. 

Menos mal que ya tenemos el libro para nuestra Martita. 
—¿Y ahora qué historia vamos a escribir? ¿A ti se te ocurre algo?
—Bueno —murmuró Montse pensativa—, la verdad es que en este barrio ocurren cosas muy sospechosas, como la desaparición de Matilde, la vecina del 5º 1ª. Ya ha pasado más de un mes y todavía no se sabe nada de ella. ¡Y mira que la chica se pasaba todo el día encerrada en casa escribiendo novelas románticas!
—Sí, es verdad. Y acuérdate de que hace una semana robaron todos los libros de caballerías y leyendas medievales de la Biblioteca Miquel Llongueras —añadió Avelino. 
Se pararon en un semáforo en rojo, justo al lado del Bar “El Montadito”.
—Por cierto, Montse, ¿tú te has fijado en de qué va el libro para Martita?
—Pues no —respondió Montse mientras lo sacaba apresuradamente del bolso.
Ambos miraron atónitos la portada del libro.
—Montse —creo que necesitamos aclararnos un poco— ¿Te parece que tomemos una tapita y otro vinito?
―Suscribo la moción. La ocasión lo merece. Te lo aseguro— dijo guardando el libro en el bolso.

Avelino lanzó una mirada a Montse dudando de haber leído bien.
—¿Quieres sacarlo otra vez? 

Montse lo sacó. El título del libro era: Registro Municipal de Fábricas de Ataúdes de la provincia de Barcelona. 

Cabizbajos se dirigieron hacia el Panxot.
―Póngame un vino tinto, bien tinto ―dijo Montse al entrar.
―La culpa es tuya Montse ―soltó Avelino acodándose en la barra―, lo has hecho cabrear y ya ves el resultado. Encima le tenemos que contar una historia.
―Yo tengo una historia ―dijo Montse.
—¿Ah, sí? ¿No me digas? Ahora va a resultar que eres una escritora y yo en la luna. Cuenta, cuenta.
—¿Tomamos unas tapitas antes?
―Faltaría más, señorita ―responde Avelino con una reverencia principesca.
—¿Han tenido suerte? ―les preguntó el chico que les había recomendado a Matías. 

Le explicaron todo lo que había pasado y él se ofreció a escribir la historia.
―Soy escritor, ¿sabes? 

Ellos estaban encantados. El chico sacó papel y boli y empezó a escribir como un poseso, ante la mirada atónica del dueño del bar. Cuando terminó, se la entregó a Avelino. Este se lo pasó a Montse, que la metió en el libro. Entonces la pareja se tomó del brazo y se fueron a casa.

Martita ya dormía, y sus padres la dejaron el regalito en la mesilla.

A media noche, la chica se despertó, vio el libro, lo abrió, lo hojeó y se emocionó muchísimo. Era una edición muy antigua de La Celestina. ¿Cuánto les habría costado? Y, ¿por qué estaba forrado con aquel papel de no sé qué ataúdes?

Del libro cayó un papel. Lo recogió del suelo y empezó a leer. No podía creerlo, era una carta para ella.

Querida Martita, soy Marcos, tu vecino del sexto. Llevo enamorado de ti desde que tengo uso de razón, y por este motivo y condición, te pido formalmente que me abras tu corazón. 

PD. Tus padres son unos irresponsables.

Martita, de la emoción, pegó un grito que despertó a sus padres, que dormían la mona. 
—¿Qué te pasa, hija? ―preguntó Avelino.
—¡Papá! ¡Que se me ha declarado Marcos, el vecino del sexto! ¡Estoy tan emocionada!
—¡¿Que qué?! ¿¡Quién es ese!? Y cómo lo ha conseguido, a estas horas… ―soltó Avelino todavía medio dormido y balbuceando.
―Me he encontrado esto dentro del libro de mi mesita.
—¡Será mentiroso! –dijo alborotada Montse―. Pues no le reconocimos ayer… ¿Ese chaval era Marcos? Que grande está, ¿no? 
―Hija mía… ¡feliz Sant Jordi!

La alegría del momento fue interrumpida por el estridente sonido del teléfono. Avelino lo cogió y dijo de malos modos:
—¡Diga!
—¿Avelino, se acuerda de mí? Soy Matías.
—Sí, claro, y ¿qué quiere a estas horas?
—Ya es de día y ustedes no han cumplido con su parte del trato.
—¿Cómo? —dice Avelino que, poco a poco, va recordando la historia de la noche anterior entre las brumas de la resaca y el sueño.
—No han traído el relato que acordamos.
—Pues, bueno —contesta displicente Avelino—, ya se lo llevaremos luego.
—Lo siento mucho, señor —se oye la voz seria de Matías—, pero el libro, con todo lo que había en su interior, acaba de volver a mis manos. Martita se queda sin su libro y no sabrá, nunca, que Marcos está enamorado de ella.
—Pero oiga, oiga…
—¡Avelino!, ¡Avelino!, ¡despierta! —dice Montse gritando—, ¿no puedo ir ni un momento al lavabo sin que te quedes dormido en el banco?, ¿y ahora qué hacemos? Ya nos han cerrado las librerías y tenemos que volver esta noche sin libros para la niña. Un vinito, me dijiste, un vinito, y aquí estamos, a las tantas de la noche, con cuatro vinos encima, pero sin libros. ¿Qué cara le ponemos ahora a Martita?, ¿eh?


Cuento colectivo realizado en el Taller de escritura creativa, en la celebración del Día de Sant Jordi, en el que han participado las siguientes personas: 

Pilar Arreba, Laura Carrillo, Miguel Coque, Rodrigo Durán, Laura Gomara, Luis Hernández, Rosa León, Pili Lozano, Josep Lluis Martí, Maria Rosa Puig, Fernando Romero, Carmen Sánchez

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