martes, 31 de julio de 2018

Memoria familiar: Calle del Sol de Plasencia




Mi padre forma parte de una generación de comerciantes que han iniciado sus negocios en la misma época; sobre los años cincuenta. Su sastrería se encuentra en el medio de la calle del Sol, que parte de una de las antiguas puertas de la ciudad. La orientación al este del arco de entrada a la calle, consigue la ubicación precisa para recibir el sol  y la ventilación con toda su fuerza. De esta forma, sus rayos penetran a lo largo de ella hasta desembocar en la plaza mayor.

La sastrería, con amplios escaparates, situada en un chaflán en la encrucijada de la calle más comercial de Plasencia, se convierte en un excelente mirador para fisgonear y adentrarme en el pulso diario de mi pueblo. Con el paso del tiempo puedo hacer una disección sobre la vida de sus habitantes; sobre sus prisas, sus pasiones, sus relaciones, sus aburrimientos, sus fracasos o sus rutinas. Algunos, con su forma de andar van anunciando su tedio; no saben qué hacer con su tiempo. Otros, van anunciando que quieren hilar la hebra con quién se tercie y les cuesta, dios y ayuda, avanzar cincuenta metros. Y los tenderos de la calle, que van y vienen con paso ligero.

Mirada que se excita con la vida atropellada de los que aman y ríen, también de los que corren. ¿O ya no nos acordamos del joven “chico vespa”?. Tendría pasada la docena de años, trabajaba en una pescadería del mercado de la plaza y nunca podías hablar con él porque siempre iba corriendo. Gesticula como sin condujese una moto y hace un ruido preciso y en consonancia con los cambios de marcha, acompasados con la velocidad que imprime a sus piernas. Cuando le molesta algún viandante y ve peligro de colisión siempre reproduce el sonido de un claxon. Era divertido y respetable ver la profesionalidad y la pasión que ponía en ello. De la noche a la mañana todos le echamos en falta y después de tantos años seguimos preguntándonos: ¿Qué habrá sido de él?

Situados a la izquierda de la tienda de mi padre, se encuentra la peletería Curto, el Bar La Ría, las librerías de Maillo y Cervantes, Sastrería Gil, deportes Calza, pastelería Arenas, confecciones Simón Sánchez, el ultramarino Vega y Muebles Sánchez. Frente a su establecimiento, la relojería Vegas, la óptica Alegre y el ultramarino a la vieja usanza de García Matos. A su diestra, una fuente que hoy se mantiene y a su lado la frutería de un emigrante retornado de Francia al que mi padre le llama Kubala, por su enorme parecido al jugador del Barça. Junto a él la mercería Luis, los Hermanos Fuentes con tiendas de confecciones especializadas en comuniones y bodas, la zapatería Alcón, la ferretería Sol, la farmacia Virgen del Puerto, la comisaría de policía y confecciones Caballero. Y en la calle que lleva a la iglesia San Pedro, la pastelería de los Urbanos, donde yo me compraba unos pepitos de crema por dos cincuenta pesetas que podría rememorar como hizo Marcel Proust con su madalena, Luis, el zapatero y la armería Arias.

La calle tiene una impronta de vitalidad favorecida por el paso obligado de los comarcanos que suben y bajan de los autobuses de la estación de Félix Sánchez que se encuentra a la salida del arco de la Puerta del Sol. Sin tener una asociación de comerciantes estable, todos ellos mantienen una relación de ayuda y convivencia, compartiendo la vida cotidiana en una ciudad de provincia con inflación de curas con sus dos seminarios y de militares con su cuartel del ejército.

Casi todos son negocios familiares y la mayoría son atendidos por padres e hijos. Podría hacer una enumeración entrañable de cada uno de los nombres de toda la chavalería que rondábamos por los comercios de nuestros padres intentando echar una mano y no acabaría. Con el paso del reloj comercial fue tan solo una minoría la que acabó resistiendo tomando el relevo del negocio. En los noventa se notaba que había pasado el momento y la nueva  realidad de los centros comerciales, las marcas anclas, y las franquicias hizo el resto. Aquel universo afectivo y fraterno terminó llevándoselo el tiempo.



lunes, 30 de julio de 2018

Memoria familiar: La Isla de Plasencia, en los sesenta.




En las tardes noches de verano, cuando no dejan de cantar las chicharras, las familias acuden, como si fuera una romería, a un espacio de recreo de Plasencia denominado “La Isla”, con una rica arboleda de chopos. Llegamos desde el Puente Trujillo, por el "Cachón", por el "Caño Soso" o por el Puente Viejo.

Tras la siesta obligada, comenzamos a ocuparla en toda su extensión. Allí, se distribuyen por afinidades y amistades y compartimos las tortillas, el pisto de verano o el gazpacho extremeño.

Hasta que se esconde el sol por el oeste y llega la hora de la cena, las criaturas nos juntamos en determinados espacios del río a bañarnos, algunos valientes se escapan a la pesquera y otros siguen, muy atentos, las maniobras de los areneros que sacan del río tierra muy preciada para la construcción. Arena que sirve para hacer morteros mezclada con cal, para las propias huertas de la ribera del río o para hacer las camas de los animales. Utilizan una plataforma flotante sobre cuatro bidones para poder desplazarse por el agua con ayuda de una pértiga y encontrar los filones de arena que la erosión granítica de la fuerza del agua deja al llegar el remanso del río. Nos preguntamos por el esfuerzo hercúleo de clavar la pala en el fondo del río, sacar la arena y distribuirla hábilmente para no desestabilizar la plataforma. 

Mientras, nuestras madres extiende manteles con cuadros rojos, negros y blancos, compartidos y vecinales, donde socializamos el día a día. Cuando empieza a anochecer llegan los padres que salen del trabajo y forman pequeños grupos hablando de fútbol, del cartel de toreros para las ferias de septiembre o  de lo parado que está el comercio a determinadas horas de la tarde. 

La noche, el río y las sombras de los chopos calman la sed de otro verano caluroso y sólo cuando los chavales buscamos el arrullo de nuestros padres comienzan las despedidas hasta el día siguiente. En el aire sigue prendiendo el olor absoluto a poleo y el croar de las ranas, ya más tranquilas, porque la muchachería se ha retirado a dormir.



sábado, 28 de julio de 2018

Memoria familiar: Tiempo de cerezas en los sesenta.


Eran los sesenta y todos los años, desde muy pequeño, antes de que llegue el tiempo de la cerecera, por el mes de marzo y abril, mi padre me monta en su vespa los domingos por las mañanas; me dice que me agarre fuerte a su cintura y corremos valle arriba hasta Navaconcejo, Cabezuela y Jerte. Cuando subimos hasta Tornavacas, porque el día está claro, aprovechamos para llegar hasta el límite con la provincia de Ávila y desde un mirador me muestra todo el universo mágico del Valle del Jerte. A veces, se logra el milagro de verlo vestido de un manto blanco cuando la floración se produce al unísono. 
Mi padre, que es sastre, tiene clientes en estos pueblos a los que toma medidas para hacerles un traje que estrenarán para las fiestas de Santiago, cuando ya se haya recogido la mayor parte de la cosecha.
Cuando llegamos, por ejemplo a Navaconcejo, buscamos al alguacilillo para que eche un pregón por el pueblo a cambio de unas pesetillas con una leyenda parecida a esta: “Se hace saber, que el Sr. Coque, sastre de Plasencia, está disponible en casa del Tío Maura, el peluquero, para tomar medidas a quién así lo desee”.  Al llegar a Cabezuela, directos íbamos a casa del tío Gervasio o quedámos en el Bar Dolar. Yo era amigo de su hijo Luis y juntos trasteamos mientras se echa la mañana. Gente noble, trabajadora y humilde. 
El campo era tan esclavo en aquella época que no podían desplazarse a Plasencia y mi padre queda con ellos en la cooperativa del pueblo, en algún bar o en casa de algún vecino, amigo de él, que le ayuda con las tareas de su agenda. Allí, acuerda con el cliente la elección de la tela escogida de un muestrario que siempre le acompaña. Yo, que soy una criatura, me encargo de tener a punto el metro, un lápiz y un cuadernillo para tomar nota de la cintura, tiro, entrepierna, bajo, pecho, espalda o manga que me va dictando mi padre.
Mientras esperamos a que vayan llegando los interesados, la buena de la Sra. Leonor me ofrece una perrunilla y un vaso de gloria dulce a los que les pongo afición, mientras ellos charlan sobre sus cosas. 
--¿Cómo viene la cereza este año, Tío Maura?
--Puede haber mucha producción pero ya sabes Miguel que como arremetan las tormentas las cerezas tempranas se van al carajo.
--Es la historia de siempre. Todo el año cuidando la tierra y el cielo decide si el esfuerzo es en balde.
Cuando esto ocurre y vienen mal dadas se oye alguna desgracia familiar que ha puesto todo su empeño en sacar adelante el rendimiento de la tierra y al hacer balance no llega ni para pagar las inversiones que se ha hecho en el año. En ese territorio de la infancia donde todo te conmueve, me produce un tremendo impacto cuando se recuerda algún suceso relacionado con el suicidio de un cerecero que se ha tirado desde el puente o se ha suicidado utilizando los productos químicos fitosanitarios que se utilizan para el cuidado de la cereza.
Más tarde, cuando subimos en plena temporada de recolección a hacer las pruebas de las chaquetas y los chalecos, de vuelta siempre nos llevamos alguna caja de cerezas que nos regala algún vallenato. Si son las tempranas, tocan las de rabo largo y pequeña. Aunque a mi me encanta la Picota, con sus variedades: ambrunés, pico negro, pico limón y colarado. Bueno, y qué decir de la burlat, la dulce lamber en forma de corazón o  una de las más tardía como la lapins, más oscura, con un calibre que cuando la acercas a la boca, la ocupa toda entera.
Los tiempos de cereza nunca mueren, como nunca muere el recuerdo por mi padre.