"Los enamorados ponen mucha atención cuando se besan, y los que viven con mucha atención, con mucho amor por la vida, suelen llenar sus habitaciones de cosas... Vagabundeo por la casa y miro la carta infantil, el paquete de tabaco de mi padre, el primer disco, las fotografías de juventud, los carnés, la bufanda tricolor, la Torre Eiffel de mi primer viaje a París, la corbata de Alberti, los libros dedicados, los cuadernos antiguos, las fotografías en las que me siento una cosa más en los brazos del pasado, los dibujos infantiles de mis hijos, mis pegatinas pacifistas del año 86 ... ¿Se trata de un museo? No, se trata de un paisaje". Una forma de resistencia (Razones para no tirar las cosas). Luis GarcÍa Montero.
De mi clan familiar recuerdo con mucho cariño a mi abuelo
Mariano, de la estirpe asturiana de los “Coque”. Es ferroviario de aquellos
republicanos azañistas que salvan el culo en la postguerra, milagrosamente, gracias al azar y a su hoja de servicio de cuando el desastre de Annual. Su
condición de jefe de estación favorece que su vida no pase por excesivas penurias. De él me viene mi sangre ferroviaria y de puentes de hierro.
Son tiempos de estraperlo procedente de la vecina Portugal y él mira a otro lado
porque la gente tiene que ganarse la vida. Siempre me repite que de haber sido
otro hubiese hecho mucho dinero con la miseria de los demás. Leonés recio, del Bierzo y del buen bebercio, se asienta
en la estación de Palazuelo-Empalme, en la encrucijada de aquellos trenes de
carbón y de asientos de madera que surcan la Ruta de la Plata.
Mi padre,
Miguel, aprende en Madrid la profesión de sastre y se quita el hambre de
perdedor de una contienda incivil viendo
películas para después de una guerra en los cines de la Gran Vía del foro. De
esa forma, tan cinematográfica, confunde, engaña y entretiene la gazuza y la
necesidad. Basta con una sucesión de fotogramas en blanco y negro de la época,
aunque, eso sí, siempre llega tarde para evitar ver el No-Do de la victoria.
Una vez que termina el aprendizaje del oficio decide instalarse en Plasencia, la
capital del Jerte. Mis hermanas
son: Lucía, que es la mayor, y que siente una debilidad casi obsesiva por
reventarme los granos de adolescente que me salen en la espalda, y Pilar, seis
años más pequeña que yo, convertida en mi debilidad afectiva, con la que puedo
activar todos mis recursos protectores. Recuerdo que eso me hace sentir
importante en mis primeros ejercicios de autoafirmación. Revivo,
fotográficamente, el día que nace. La salida del cole, corriendo por la plaza y
después por la calle del sol, llegando a la sastrería de mi padre, donde me dan
la noticia e inicio una carrera grande y continuada para llegar a casa a ver la
“mochuelina”. Cuando la veo, paro en seco, entre sorprendido y excitado; todo
aquello era nuevo para mí y tengo que aprender a gobernar los cambios que
implica su llegada. Ese día nieva extrañamente en Plasencia e imagino que es una
celebración compartida del cielo.
En esa
primera época, las niñas están desaparecidas de nuestras tardes divertidas y de
nuestros veranos eternos de garullas y risas; entre otras razones porque no
conocemos otra forma de relacionarnos que la rivalidad resuelta a través de la
fuerza. Mi relación con ellas y la exploración sobre sus juegos, gustos y
preferencias las voy haciendo a través de mis dos hermanas.
Pero las mujeres de la familia que conforman el núcleo
duro de la casa son: mi madre Lucía y mi abuela Ángela. La autorregulación
cósmica ha querido que la una sea el calco de la otra y la otra el calco de la
una, lo que anuncia una cierta dificultad en la gestión de la jerarquía
familiar. Son suegra y nuera, guapas, tajantes, vehementes, directivas, católicas románicas, y defensoras a ultranza de las buenas formas y de los
santos sacramentos. Como los polos del mismo signo de un imán se repelen.
En ese
territorio de mi infancia, mi barrio es el universo a defender con mi pandilla.
Mi casa está abrazada por el rio Jerte y dos catedrales superpuestas; una
románica y otra gótica, el Palacio del Obispo, el del Marqués de Mirabel, y por
varias iglesias y conventos que se acompañan de fuentes con peces de colores,
plazas y plazoletas con limoneros y naranjos. Un paisaje pétreo donde sigue
congelándose la historia, y donde el acceso al patio de cada casa te adentra en
la exploración de mágicos espacios, que aún hoy sigue siendo escenarios de
juegos infantiles.
En aquel
tiempo no necesito preguntarme qué hay detrás del horizonte porque la felicidad
junto a mis amigos, fuera del ruido familiar, es gratis. En mi pueblo, los niños nos organizamos por
barrios para programar las guerras y los juegos. Hay una tendencia implícita a
establecer alianzas o competencias insalvables con otras bandas de chavales que
nos lleva, más de una vez, a ver chorretones de sangre en nuestras cabezas y
extremidades.
Las
pandillas, nos citamos a determinadas
horas y días, en el “Cancho del Avión” para lanzarnos piedras con hondas,
tiradores o a mano. Quien tomaba la parte alta de la zona granítica tenía todas
consigo. Más de una “pitera” y de un ojo estallado son el fruto de aquella
primitiva forma de certificar quién es más bruto. Más suaves y divertidas son
las guerras de cagajones secos de vacas en un tentadero cercano a Plasencia, en
campo abierto, llamada la Plaza de “Currito” o los partidos de futbol contra la
pandilla de los ricos y más pijos del pueblo. Futbol "canchalero", sin árbitro y con porterías improvisadas con piedras, carteras y
mochilas. Somos niños pero tenemos una cierta conciencia de clase que siempre celebramos
ganándoles en su propio campo.
- La Isla de Plasencia
- Tiempo de cerezas en los sesenta
- Calle del Sol de Plasencia
- La huida de Illescas: 1936 : https://canchales.blogspot.com/2018/08/memoria-familiar-la-huida-de-illescas.html