lunes, 19 de julio de 2021

Mi abuelo en Annual. Centenario

 



Me contaba mi abuelo Mariano, el padre de mi padre, que el ejército español era del comandante general Silvestre y de su amigo, el rey Alfonso XIII. Así lo percibió durante los tres años que estuvo secuestrado en el Rif. Un protectorado en el norte de Marruecos, un regalo envenenado de una Europa confrontada por el control de nuevos espacios vitales. ¿Cómo podríamos proteger nada, si apenas España podía sostenerse a sí misma?


El preludio de otra noche negra para nuestro país fue la derrota en el Barranco del Lobo, en el Gurugú, cerca de Melilla, evidenciando los intereses particulares de una notable familia, defendidos con medios públicos, que provocó el conflicto de la llamada “Semana Trágica” de Barcelona, cuando el gobierno español decidió aumentar las tropas en este continente. Había que defender los intereses mineros del Conde de Romanones en el Rif. Y así, años después, llegó el Desastre de Annual en el 1921. Allí estuvo mi abuelo, que me contaba su guerra cada vez que yo le pedía que me contara una batalla. En mi imaginario, acomodo con el paso del tiempo, las piezas sueltas que me relata en la trastienda de la sastrería de mi padre o dando un paseo por el parque. Con una tiza sobre un paño negro o sobre un suelo de tierra me dibuja con un palo el mapa de España y del Norte de África, situando puntos estratégicos. A un lado, Ceuta y en su extremo, Melilla. En el medio, Alhucema, el corazón del Rif, la perla a conquistar.    

--Mi familia no tenía cuatro mil reales para librarme de la guerra. Y a Ceuta llegué en mi primer destino. Durante algún tiempo me las arreglé para vivir con cierta holgura. Me asignaron trabajo en el departamento que organizaba los temas domésticos del ejército, la documentación de los soldados, las cuentas de los gastos de la tropa… Además, como era muy raro saber leer y escribir, rápidamente me hice con una clientela de compañeros a los que les escribía las cartas a la familia o a la novia, y me sacaba unos reales o unos cigarrillos. ¡Eh! No solo era escribir, tenía que interpretar los sentimientos de mis compañeros, con dificultades para expresarse en muchos casos. La cantina era una especie de zoco donde se compraba y se vendía de todo. 

 

    Cuando él hablaba con su voz trémula, percibía que sus ojos se humedecían rememorando una de sus fijaciones, los denominados “pakos”; unos francotiradores bereberes que raramente fallaban. Cuando se oía el sonido seco de un disparo -pak-, junto a un -um- retardado por el eco entre barrancos, mi abuelo siempre pensaba en el compañero caido al que le había tocado morir. ¡Pak-um, pak-um, pak-um…! Sonidos que nacían debajo de la arena o tras un matorral, que terminaban enredándose en su mente mientras dormía. Nunca pudo imaginar que la realidad que se venía encima pudiera ser infinitamente más horrible que un mal sueño.

                

    Trasladado a Melilla, siguió haciendo sus tareas administrativas en el ejército, pero en aquel verano de 1921 vio de todo. Era parte del ejército de Silvestre, el que decía que tenía tres cojones, proclamando que sus soldados se comerían los atributos de los riferereños y dejarían embarazadas a sus mujeres. El íntimo amigo del rey, al que le promete que Alhucema, el dorado del Rif, caerá en breve. Había que olvidar Cuba. Ese ejército del rey que desoye los consejos sobre la locura que acabará en desastre, con la muerte de más de doce mil españoles. Era el ejército de Silvestre, el ejército que más gastaba en toda Europa en zapatos, pero la tropa calzaba alpargatas, un ejército donde había un oficial sobre cuatro soldados y del presupuesto nacional se llevaba más que un pico. Una élite que primó sus delirios colonialistas y militares sobre el objetivo civil de levantar carreteras y hospitales. Entonces, llegó el desastre porque las guerras no se ganan quitando la sed con una piedrecita en la boca, tras comer una ración de sardinas en lata. 


La irrupción de un personaje como Abd el-Krim, consigue unir en un mismo objetivo a todas las tribus frente a un enemigo mal uniformado, atemorizado, sediento, descalzo y desarmado. Abd el-Krim sabe inyectar en vena el miedo a su enemigo; a un ejército con la mayor tasa de deserción, alcoholismo, suicidio y locura. Se pasea por las kabilas con cañones y material de guerra robado a los españoles tras arremeter contra los blocaos diseñados para el fracaso. Abd el-krim sabe cómo utilizar el miedo ante unas tribus anárquicas, provocando respuestas emocionales de agresividad y de amenazas hacia el otro, y que en el caso de la soldadesca cristiana provoca deseos de huida. El pavor ante el festín de sangre que intuyen, preparado para ellos, multiplica su angustia colectiva. Aún no ha comenzado la batalla y ya saben que están derrotados. La República del Rif, es una realidad.


Y Silvestre, el de los múltiples cojones, sin orden ni concierto, manda deshacer el camino realizado. No hay quién dirija. Silvestre se ha vuelto loco. La huida a Melilla es un sumatorio de deserciones, gumías nativas arrancando cabezas, bestias y carruajes despeñados por los barrancos, hambre, sed y espanto. Tan solo el regimiento de caballería, comandado por Fernando Primo de Rivera, mantiene la calma y están dispuestos a morir. Van guardando los flancos y abriendo trecho hasta que desaparecen casi en su totalidad. Otros nombres de oficiales en el olvido: Amador, Arenas, Benítez, Dueñas, Manella o Morales, y muchos más, saben caer con los suyos, también olvidados.  ¡Honor y Gloria! 



Ben Tieb, Dar Drius, El Batel, Tistutin, Monte Arruit, Zeluán, Nador son los puestos por donde una caravana de espectros llega anunciando la muerte. Mientras, en Melilla se piden refuerzos. Llega el escritor extremeño, Arturo Barea, el de la “Forja de un rebelde”, al frente de dos compañías de regulares, Francisco Franco y Millán Astray con su estrenada Legión. Mientras, Abd-el-krim pide rescate de un millón de pesetas por liberar a seiscientos soldados. La respuesta de Alfonso XIII es: ¡Qué cara es la carne de gallina! 


Días tumultuosos en Melilla para hombres enjaulados. Borracheras, putas, peleas, ruido, desorden o desfiles militares para exaltar no sé qué. La Condesa de la Victoria, junto a las damas de la Cruz Roja, improvisa un hospital de campaña con mejores servicios y mucho menos costoso que los hospitales militares.  En el Teatro, la cantante Lola Montes estrena la canción del Legionario y Millán Astray promete el comienzo del “desquite” y por lo que vio mi abuelo, así fue; soldados, ávidos de venganza, enseñando ufanos sus cinturones con orejas cortadas.


Luego viene la caída de gobiernos y de la propia monarquía, la dictadura de Primo de Rivera y el golpe de estado,  consecuencias de una barbarie que el general Picasso, tío del pintor, explicó en su expediente sobre las responsabilidades de España en el protectorado del Rif y que la sucesión de los acontecimientos sirvió para silenciar a los culpables.  


Me contaba mi abuelo Mariano, que a él le mandaron a luchar contra los moros en África y a los pocos años esos mismos moros, formando un ejército temible de miles de hombres a las órdenes de un dictador, repiten su “desquite”, arrasando en cada pueblo que entra. Entonces, cuando me contaba sus batallas, se me escapaban cosas que solo el paso del tiempo ha colocado en su sitio y que ahora unos liberticidas andan queriendo revisar.