viernes, 1 de octubre de 2021

Plasencia en su laberinto (I)

En la «Ciudad de la libertad», siguiendo la linde del Alcalde Mariño, Plasencia continúa en su laberinto. Me viene a la mente el mágico libro, «Paradoja del interventor», de nuestro paisano, Gonzalo Hidalgo Bayal, no para hablar de un espacio de ficción sino de uno reconocible, sirviéndome como parábola de un enredo kafkiano en el que se está convirtiendo mi pueblo; fatalmente determinado a explorar el tránsito a una cierta decadencia, ensimismado en la melancolía de la inacción y sujeto, en exclusividad, a vanagloriarse de un pasado para justificar su modorra y su quietud. Siguen marchando sus jóvenes, como marchó mi hijo, como marché yo.

Como un viajero que llega a Plasencia en un tren cualquiera, de tantos como hemos perdido, me permito salir, imaginariamente, de su espacio cerrado y asfixiante para otear un recinto que parece acotado por sus murallas, sin atreverse a otra cosa que cantar las únicas certezas de un pasado, muy pasado. Y la percibo como una ciudad atrapada en una falsa alegría de barra tabernaria y ruido de vasos estallados en las calles, seducida por algunas tradiciones que huelen a naftalina por las que muchos de sus ciudadanos sentimos como anodinas y trasnochadas, pero que dejamos seguir porque una atmósfera mimética de historia mal entendida nos determina a un silencio modorro.

Algunos vecinos adquirimos la condición de forasteros entre sus habitantes. No nos gusta, pero la queremos; cada vez más. Sabemos que de su siesta no la va a despertar ningún golpe de suerte. Nos hemos marchado tantas veces, porque no podíamos estar y sentirla…

Como si solo hubiese un númerus clausus de personas que pudiesen desarrollar sus expectativas en ella. Es como si el aire que respiramos estuviese contaminado por unos factores de expulsión, asentados en diseñadas tradiciones, que hacen inevitable nuestra huida. Pertenecer a alguna de sus cofradías sociales es complicado, sin tener que obligarte a cuestionar su status quo. En mi pueblo, aún resuenan los ecos cantonalistas de su primer alcalde democrático, que se repiten lastimeramente, fundamentando su propaganda en una mitología local construida sobre afrentas y victimismos arraigados. Porque me duele, reniego a mirarme el ombligo.

Pero siempre queda la nostalgia en las sucesivas marchas y por eso siempre volvemos a ella, aunque sintamos percibir con más fuerza su decadente carácter corrosivo y anquilosado; con su expresión plana, ausente del conflicto dialéctico que debe tener cualquier sociedad para evolucionar. Es una ciudad sin proyecto, aparcada a la espera de otros vientos, pensándose agraviada y por ello, muchas veces, estéril.

Puede, que la famosa exposición que tenemos en 2022, «Las Edades del Hombre», sea otra metáfora de lo que conforman nuestras esencias, que nos llama como una fuerza centrípeta a repetirnos en una suerte de vacíos existenciales, o como fuerza centrífuga que nos invita a marcharnos fuera de los intramuros de la ciudad. Plasencia no puede, permanentemente, salvarse por la campana.

Como el interventor de la novela de Gonzalo Hidalgo, algunos se niegan a vivir un papel asignado en la mortecina tribu de la muy noble y elaboran al menos, relatos puntuales e individuales; eso sí, siempre deficitarios porque terminan siendo deformados por esa energía genética que sale del aburrimiento inherente a sus piedras.

Todo fluye en la dirección de que nada cuestione su ecosistema satisfecho, el papel que cada uno tiene asignado, las beatíficas tradiciones, donde todo se resuelva, matemáticamente, para sortear el conflicto de una evolución fecunda porque los jóvenes se han ido para no atentar contra su númerus clausus, cada vez más lánguido. El resultado final no puede ser la volatilización de todo lo nuevo, donde el silencio sea la norma, salvo que sea para hacer loas a la Plasencia mortecina. Solo llegan a conmovernos los relatos que forjamos desde lo colectivo y por eso yo me niego a que termine muriéndose.