lunes, 26 de octubre de 2020

Memoria familiar: territorio de infancia


         "Los enamorados ponen mucha atención cuando se besan, y los que viven con mucha atención, con mucho amor por la vida, suelen llenar sus habitaciones de cosas... Vagabundeo por la casa y miro la carta infantil, el paquete de tabaco de mi padre, el primer disco, las fotografías de juventud, los carnés, la bufanda tricolor, la Torre Eiffel de mi primer viaje a París, la corbata de Alberti, los libros dedicados, los cuadernos antiguos, las fotografías en las que me siento una cosa más en los brazos del pasado, los dibujos infantiles de mis hijos, mis pegatinas pacifistas del año 86 ... ¿Se trata de un museo? No, se trata de un paisaje". Una forma de resistencia (Razones para no tirar las cosas). Luis GarcÍa Montero.

De mi clan familiar recuerdo con mucho cariño a mi abuelo Mariano, de la estirpe asturiana de los “Coque”. Es ferroviario de aquellos republicanos azañistas que salvan el culo en la postguerra, milagrosamente, gracias al azar y a su hoja de servicio de cuando el desastre de Annual. Su condición de jefe de estación favorece que su vida no pase por excesivas penurias. De él me viene mi sangre ferroviaria y de puentes de hierro. 

Son tiempos de estraperlo procedente de la vecina Portugal y él mira a otro lado porque la gente tiene que ganarse la vida. Siempre me repite que de haber sido otro hubiese hecho mucho dinero con la miseria de los demás. Leonés recio, del Bierzo y del buen bebercio, se asienta en la estación de Palazuelo-Empalme, en la encrucijada de aquellos trenes de carbón y de asientos de madera que surcan la Ruta de la Plata. 

Mi padre, Miguel, aprende en Madrid la profesión de sastre y se quita el hambre de perdedor de una contienda incivil viendo películas para después de una guerra en los cines de la Gran Vía del foro. De esa forma, tan cinematográfica, confunde, engaña y entretiene la gazuza y la necesidad. Basta con una sucesión de fotogramas en blanco y negro de la época, aunque, eso sí, siempre llega tarde para evitar ver el No-Do de la victoria. 

Una vez que termina el aprendizaje del oficio decide instalarse en Plasencia, la capital del Jerte. Mis hermanas son: Lucía, que es la mayor, y que siente una debilidad casi obsesiva por reventarme los granos de adolescente que me salen en la espalda, y Pilar, seis años más pequeña que yo, convertida en mi debilidad afectiva, con la que puedo activar todos mis recursos protectores. Recuerdo que eso me hace sentir importante en mis primeros ejercicios de autoafirmación. Revivo, fotográficamente, el día que nace. La salida del cole, corriendo por la plaza y después por la calle del sol, llegando a la sastrería de mi padre, donde me dan la noticia e inicio una carrera grande y continuada para llegar a casa a ver la “mochuelina”. Cuando la veo, paro en seco, entre sorprendido y excitado; todo aquello era nuevo para mí y tengo que aprender a gobernar los cambios que implica su llegada. Ese día nieva extrañamente en Plasencia e imagino que es una celebración compartida del cielo.

En esa primera época, las niñas están desaparecidas de nuestras tardes divertidas y de nuestros veranos eternos de garullas y risas; entre otras razones porque no conocemos otra forma de relacionarnos que la rivalidad resuelta a través de la fuerza. Mi relación con ellas y la exploración sobre sus juegos, gustos y preferencias las voy haciendo a través de mis dos hermanas.

Pero las mujeres de la familia que conforman el núcleo duro de la casa son: mi madre Lucía y mi abuela Ángela. La autorregulación cósmica ha querido que la una sea el calco de la otra y la otra el calco de la una, lo que anuncia una cierta dificultad en la gestión de la jerarquía familiar. Son suegra y nuera, guapas, tajantes, vehementes, directivas,  católicas románicas, y defensoras a ultranza de las buenas formas y de los santos sacramentos. Como los polos del mismo signo de un imán se repelen.

En ese territorio de mi infancia, mi barrio es el universo a defender con mi pandilla. Mi casa está abrazada por el rio Jerte y dos catedrales superpuestas; una románica y otra gótica, el Palacio del Obispo, el del Marqués de Mirabel, y por varias iglesias y conventos que se acompañan de fuentes con peces de colores, plazas y plazoletas con limoneros y naranjos. Un paisaje pétreo donde sigue congelándose la historia, y donde el acceso al patio de cada casa te adentra en la exploración de mágicos espacios, que aún hoy sigue siendo escenarios de juegos infantiles.

En aquel tiempo no necesito preguntarme qué hay detrás del horizonte porque la felicidad junto a mis amigos, fuera del ruido familiar, es gratis.  En mi pueblo, los niños nos organizamos por barrios para programar las guerras y los juegos. Hay una tendencia implícita a establecer alianzas o competencias insalvables con otras bandas de chavales que nos lleva, más de una vez, a ver chorretones de sangre en nuestras cabezas y extremidades.

Las pandillas, nos citamos  a determinadas horas y días, en el “Cancho del Avión” para lanzarnos piedras con hondas, tiradores o a mano. Quien tomaba la parte alta de la zona granítica tenía todas consigo. Más de una “pitera” y de un ojo estallado son el fruto de aquella primitiva forma de certificar quién es más bruto. Más suaves y divertidas son las guerras de cagajones secos de vacas en un tentadero cercano a Plasencia, en campo abierto, llamada la Plaza de “Currito” o los partidos de futbol contra la pandilla de los ricos y más pijos del pueblo. Futbol "canchalero", sin árbitro y con porterías improvisadas con piedras, carteras y mochilas.  Somos niños pero tenemos  una cierta conciencia de clase que siempre celebramos ganándoles en su propio campo.