Un sacerdote de la catedral, propone a mis padres que yo sea monaguillo a cambio de una pequeña ayuda económica. Mi jornada era diaria y asistía en los recreos de la escuela a ayudar a la misa gregoriana que se ofrecía en la catedral de lunes a viernes.
Desde el altar y frente a un coro enclaustrado por una forja, con más de ochenta seminaristas y la visión de una sillería en madera tallada, quedo embobado escuchándolos. Entre ellos y yo, no hay de media más de una veintena de feligreses que hacía que yo viva aquello como un auténtico privilegio para mi corta edad. El cura, al acabar el santo oficio, me indica rutinariamente que limpie la copa de vino que deja siempre llena, y yo muy disciplinadamente dejo “limpia”. A mi abuelo, cuando le cuento aquellas escenas siempre le hace gracia. Puede que piense: ¡Este es mi nieto!
Las dos catedrales de mi pueblo, una románica y la otra gótica, que están juntas, forman otro territorio donde paso muchas horas. La sillería, frente al órgano de la catedral es uno de los lugares más inquietantes. Los relieves tallados sobre la madera de los bancos seguro que quieren decir algo. Desde el claustro común a ambas catedrales subimos por una escalera de caracol hasta el reloj, una de las partes más altas, para darle cuerda. Siempre acompaño a José Juan, el hijo de Vegas, el relojero, para que marque las horas con exactitud. Cerca del reloj, observamos los nidos de cigüeñas que pueblan las catedrales. Desde allí, percibimos un universo amplio de tejas y chimeneas que acaban en el puente Trujillo y en la Dehesa de los Caballos.
José Juan me cuenta historias sobre la leyenda de un judío converso que hizo la sillería del coro de la Catedral. Una de las historias referidas hace alusión a la acusación de la Santa Inquisición sobre Rodrigo Alemán como sátiro y blasfemo por los motivos de relieve en la sillería.
Cuando me hice monaguillo tenía fácil acceso a la sillería y husmeaba con un interés morboso las mujeres desnudas de las que nos hablaban que encontraríamos. Y sí, me llamaba la atención mujeres lavándose las piernas al aire, un perro lamiéndose sus testículos o una dama poniéndose de rodillas mientras que un soldado la poseía. Otra versión habla del Icaro placentino que mostraba al escultor muy dado a la farra y por esa razón había contraído muchas deudas y debía ser castigado.
Tanto una como la otra versión apuntan que al escultor lo terminaron encerrando en lo alto de la torre de la Catedral. Allí estuvo durante mucho tiempo y lo único que pedía para comer eran aves. También las cazaba él cuando se posaban a su lado, en aquellas alturas. Gracias a las plumas de las mismas, el escultor se fabricó un par de alas y un día pudo salir volando de la Catedral de Plasencia. La historia dice que cayó en la dehesa de los caballos. Nada se supo más de él.
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