miércoles, 26 de diciembre de 2018

Alicia, en el país de los milicos.

A Alicia Dolores Martínez, una sobreviviente, con la que tuve la fortuna de compartir un tiempo. Una mujer a la que admiré y sigo admirando. Con la que aprendí lo importante que es la memoria. A la que le debía, después de 35 años, este relato reducido de su historia. A todos sus iguales y "desaparecidos".


No recuerdo cómo pero al poco tiempo de comenzar psicología, conozco a Alicia, una argentina que trabaja con una abogada laboralista de CCOO, cerca del Arco del Triunfo. Barcelona ha comenzado a poblarse de argentinos, uruguayos, paraguayos y chilenos que huyen de las dictaduras militares y su presencia se hace sentir. Son tiempos de indignación por la barbarie que azota Sudamérica. Alicia, había llegado a Madrid a finales de 1978, viviendo allí y luego en Pontevedra, de donde era oriundo su padre. 

Llevaría algún tiempo más que yo en Barcelona y hasta es posible que coincidiéramos en algún momento viviendo los dos en Madrid cuando yo trabajaba de administrativo precario tras terminar magisterio. Alicia es hija y nieta de republicanos españoles. Su padre, como casi todos los gallegos, tiene un colmado en una esquina de un barrio de Buenos Aires.  

Para evitar el hambre y siendo un adolescente, marcha de Vilarchan, su aldea, a Buenos Aires, para volver a España alistado en las Brigadas Internacionales. En el sótano de la finca, Alicia, cuando aún no tiene los diez años, por petición de su padre, le lee textos comunistas y se alimenta de lecturas imposibles como si fueran cuentos de los hermanos Grimm. Y termina creyendo que será una princesita en un país de iguales. Baila malambo, son, merengue y cumbia. Aprende a tocar el piano que le sirve para ganarse la vida con ello, tiempo después, por Sudamérica, sin otro objetivo que sobrevivir. 

En condiciones normales, casi con seguridad, la vida de Alicia habría sido otra bien distinta; puede que no hubiera llegado más allá del barrio de las Flores, pero Perón había muerto el primero de julio de 1974, y la bruja de su esposa, Isabel, dirigida por el Brujo López Rega gobernaban el país desde la zafiedad y las señales espiritistas.

Muy joven, saca el mejor expediente en unas oposiciones que la sitúan en un puesto del ministerio de defensa argentino donde pronto tiene acceso a información significativa. Toma el té con la sobrina del general Benjamín Menéndez, que en 1982 entrega las Islas Malvinas y puede decirse que es considerada como una de los suyos. Eficiente, metódica y disciplinada. Por las tardes, estudia antropología en los libros y en la facultad, y por las noches colabora con las dinámicas de movilización del barrio. Se la está jugando, pero a ella nada le puede pasar. Tiene un Manual del Montonero que le da todas las respuestas para anticiparse al enemigo. En la universidad, pasa desapercibida en unos tiempos donde, como en cualquier universidad, puede jugarse a la revolución y a lo sumo, aparentemente, los estudiantes pueden quemarse con la cucharita del café que tomaban todas las tardes en la cantina de la facultad. Luego, la realidad fue otra bien distinta.

Nada parecía a lo que se estaba urdiendo. Pasaba información logística, era una secretaria valorada con cinco años de experiencia, estaba casada, también estudiaba etnología, hasta que un día, al entrar en la oficina, percibió silencios que hablaban, miradas asustadas y despachos que con una rapidez inusual quedaban desiertos. ¿Qué hacer cuando el Manual del Montonero no contempla una solución mágica para una escapada urgente? Por fin suena la alarma del fin de la jornada y corre a casa de su madre para despedirse. Al salir de allí, la meten en un Ford Falcon verde. Una capucha, unos grilletes en sus piernas. Ella sabe que ha sido trasladada, por el ruido de los aviones, a una cárcel de tortura cerca del aeropuerto de Ezeiza. Golpeada y picaneada en su geografía  y proyecto de vida. Y piensa: “Ya no podré tener hijos”.

Alicia tiene veintitrés años y su destino gira para ver obligatoriamente un mundo que seguro no quiere ver. El mundo no soñado, nunca imaginado. Nunca, era nunca. Nada a partir de ese momento vuelve a ser igual. Su imaginación no puede anticipar lo que va a pasar. La resistencia que conoce su cuerpo y su cabeza es inimaginable para ella. El miedo que la abraza en ese momento no lo tenía previsto. Como no lo estaba el dolor, la soledad o el horror.

Ya no habrá olor a mermelada de ciruela casera, ya no se incrustará entre las entretelas de su vestido. No imagina nada. No anticipa todas las altas cotas de soledad y dolor que una sobreviviente puede llegar a soportar. Y entonces, le toca llorar en Perú, Ecuador, Colombia y Panamá. Llegan y vienen las voces y los silencios. Voces de gente oscura y silencios que hablan de los renglones que retuercen a Cesar Vallejo, García Márquez o a Chabuca Granda.

Su vieja, presenta varios habeas corpus y es “aparecida” en el penal de Villa Devoto. Obtiene una absolución judicial solicitando una opción para salir del país, obteniendo asilo político en Perú, en libertad vigilada para al final terminar en el penal de Callao. Solo por la actuación de Amnistía y el gobierno de Suecia, la ponen en la frontera con Ecuador. Suerte que aún no había llegado Videla, ni Massera con la ESMA de la picana, aunque a ella se la dieran, y de los desaparecidos en el Mar de Plata.  

Había comenzado forzadamente a conocer mundo. Un poquito a pie y otro poco caminando. Aquí sembraba camote, allí vendía libros, allá tocaba el piano o ejercía de antropóloga circunstancial conviviendo con comunidades quechuas, conociendo el poder del shamán y la ayahuasca. Todo un trabajo de campo en unas prácticas forzadas para aplicar las teorías de Levis-Strauss.

Y pasa por Guayaquil, Cuenca, y Quito sin más equipaje que su austera presencia. Atraviesa Pasto, Cali, Bogotá, Guatemala, siendo olmeca en México.  Recorre Chichén Itzá y Uxmal. Llora en el Templo de los Guerreros de Chichén Itzá. En Palenque, en el templo del Sol. Y en Tikal. Le ofrecen esmeraldas en Cali que no puede comprar. Pisa la tierra incaica, la maya y la azteca. O es fusilada simuladamente en Panamá. En casi todos esos espacios siderales, llora. Porque casi todo son golpes. Pum-Pum, Pum-Pum… Alicia, ha dejado de jugar con su muñeca Gracielita, y ya no baila en el teatro de Pompeya, ni sueña con la varita mágica de Merlín para cambiar el mundo.

Cuántas veladas conversando con ella. Ella siempre con un cigarro en la mano, de dedos largos, y yo intentando entender ese bucle histórico que tiene enredado a toda Argentina con el movimiento peronista. ¿Qué es el peronismo? ¿Izquierda, derecha o nacional populismo? O simplemente, una engañifa por la que ella se había jugado el pellejo y estaba, ahora, en Barcelona. 
--¿Pero cómo puedes ser de izquierdas y peronista, Alicia?
--Vos sos un pelotudo, flaco. ¿Entonces tampoco podrás entender que haya católicos con barrigas irreverentes en la Iglesia de Roma y defensores de la teología de la liberación medio famélicos?

Lo que se inicia como una amistad muy activa de debate político, acaba en una relación afectiva muy intensa. Yo la llamo “gallega” y ella a mí, “flaco”. El tiempo que estuvimos juntos es un aldabonazo de experiencias para mí. Ella es unos años mayor que yo y me abduce su personalidad bregada. Somos dos nostálgicos de nuestra tierra y tenemos la pregunta recurrente de cuándo volveremos a nuestros planetas territoriales. De ellos, nos sentíamos arrancados. A ella, le llega con dificultad el mate y el dulce de leche y a mí me falta el oxígeno de mis encinas.

Alicia es para mí, sin duda, la primera referencia de persona superviviente, empoderada, activa, inteligente e inquietante. Vivía sola cerca del metro de Fontana y solamente por su forma de hablar y de construir todos sus relatos, respondía al estereotipo freudiano argentino. Mantiene contactos con su colonia de forma metódica porque dice que todos los argentinos estaban neuróticos y que su apuesta por vivir, acá en Barcelona con su gente, la había propiciado desagradables desencuentros. Y así estaba, psicoanalizándose todo lo que podía. ¿Cómo no entender la situación compulsiva de una población que llega a España, con urgencias y perseguida?

La primera vez que me invita a cenar me lleva a un restaurante argentino y como una milanesa para comprobar si eran diferentes a los filetes empanados. Los intercambios gastronómicos entre los dos son curiosos y ella conoce por primera vez las migas o el gazpacho. Yo no puedo con el mate.

Recuerdo paseos por las ramblas de Barcelona, agarrados de la mano. De pronto, una sacudida de su brazo en forma de calambre llega hasta las puntas de mis dedos. “¿Qué te pasa, Alicia? Nos hemos cruzado con una pareja de policías armadas, y ella dice: “Ha pasado la cana”. Otras veces, la acompaño a “mostrarse”, cada cierto tiempo en la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas de Ayuda al Refugiado -ACNUR- o a un centro médico porque me cuenta que tiene que hacerse unas revisiones, pero tan solo apunto a intuir el contexto en el que ella se mueve. Apenas nos hemos conocido y aunque yo sospecho cosas, entiendo que hay que dejar que madure la necesidad de verbalizar. Está elaborando algo parecido a un duelo donde yo llego a atisbar sus precedentes más inmediatos.   

En la terraza de su apartamento de Bretón de los Herreros, pasamos las mañanas de domingo cuando el sol se deja atrapar sin riesgo de que su dureza nos arrecie la piel o nos socave los sesos. Allí, hablamos, de su viaje nunca por ella imaginado.
--¿En qué momento te jodieron la vida, gallega?
--Al morir Perón, todo fue un quilombo.

Desde el mismo momento de su muerte, desde el ascenso a la presidencia de Isabelita Perón en 1973, desde la guerra fría entre el bloque comunista y los Estados Unidos, desde la derrota de los gringos en la Guerra del Vietnam, desde la implosión de los partidos comunistas en Europa o el estallido de las bandas armadas como IRA, Brigadas Rojas o ETA. Entonces, la Argentina era la excepción del Cono Sur manteniendo a duras penas un régimen democrático. El resto de países vecinos estaban ya gobernados por las dictaduras de las botas militares: Banzer en Bolivia, Geisel en Brasil, Pinochet en Chile, Stroessner en Paraguay y Bordaberry en Uruguay propiciadas y financiadas por Estados Unidos. 

Se habían producido todas las confluencias necesarias en una infernal dirección para que Alicia saliera de su barrio, conociera otros países, tuviera múltiples oficios, practicara la antropología y así poder describir yo una gota de su historia. Si mi padre me decía que yo sabría, al hacerme mayor, lo que era el valor de una factura, Alicia supo lo que significaba el dolor de una factura por algo que no compró, ni soñó.
--Si, flaco, desde que Isabelita se echó en brazos del Brujo y este en manos de las facciones más derechizadas del peronismo, organizando una fuerza parapolicial denominada Alianza Anticomunista Argentina, que hostigó, secuestró, cercó, torturó, y asesinó sin control a lo más molesto de la izquierda pampera.

Ahí, comenzó todo. Con el inevitable abandono de la izquierda peronista a un gobierno escorado, de pronto, a la extrema derecha, disputando la autoridad a la viuda de Perón como movimiento Montonero. Es en ese mismo momento de tránsito a la clandestinidad en diciembre de aquel año cuando Alicia dejó de ver a su muñeca Graciela, de tocar el piano, de trasnochar con Mahler, Freud o Lacan. De tomar café o mate con su marido Melquiades y con todos sus amigos.

En ese fugaz tránsito a la clandestinidad, cuando el olor a mermelada de ciruela casera dejó de incrustarse entre las entretelas de su vestido, un día aciago de diciembre de ese mismo año, un escuadrón de la temida triple A la estaba esperando en casa de su madre, en un Ford Falcon verde.

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