domingo, 31 de enero de 2021

Los vagabundos frente al ruido


En estos tiempos de ausencias, cuando el ruido emponzoña el oxígeno social, las palabras trampa se repiten en bucle y profesionales de la mentira se agarran a un micrófono en abierto para exculpar su mala baba, siendo obligado y hasta conveniente, volverse sordo. Ruido sistemático, por activa y por pasiva, para negar la realidad o inventarla. Hacedores del insomnio, fabricantes de mentiras, tratantes de malos sueños, declaman sus palabras aprendidas sin razón, sin alma, sin coraje. Ruido escrito, agitado y gritado en cadena.

Viene la mañana cargada de niebla y por la tarde, tras los cristales, resbalan gotas de agua que nos avisan que la vida se acaba. Ya no hay ruido; solo la memoria del sonido de la máquina de un tren, cuando eran de madera, el olor a merienda o a tiza en la escuela, la despedida del sol con mis amigos un atardecer o el primer beso robado en la butaca de un cine de verano. 

Enfrente, ya no queda casi nadie. Todos nos hemos vuelto sordos para sobrevivir a estos bufones desalmados. Un ejército de vagabundos emocionales, con indiferencia, les miramos. Volviéndonos a nuestras pequeñas cosas para encontrar una salida que no embote más nuestros sentidos. O nos contamos, como almas gemelas, vitales secretos. Fuera no existe nada. Tan solo nosotros, volviendo a reinventar el amor como una red de salvamento para alcanzar la belleza del silencio. Basta una suave voz y una detenida mirada. 

En el cruce de cuerpos se van mojando, poco a poco, las geografías de sus pieles. En ese precipitado orgasmo cósmico que deben de vivir las sábanas, también humedecidas, celebrarán ser el acomodo y recipiente de una fiesta, tantas veces negada en estos tiempos. Intuyen que vienen los líquidos fríos del placer que deben ser regalados. Todo indica que ese ejército hará estallar el deseo acumulado, para evitar la extinción. Como si se hubiese declarado una guerra final y se acabasen los tiempos para el deseo y la pasión, se vierten como vientos huracanados en un desierto de ruidos. Vivido como si fuese el último goce que su tiempo vital les hubiera concedido.  

Son tiempos para alcanzar el atlas estructurado del otro cuerpo y asirse a él como la mejor elección para soportar un  ruido estéril. Para resolver la escasez de piel en tus manos, o la ansiedad por culminar un momento soñado y la celebración unánime del amor en ese instante, que siempre quedará como eterno en tu memoria. 

Sentir el paraíso de la naturaleza para volver a tomar contacto humanizado con la tierra o con el cielo. Sucesión de gemidos, suspiros acelerados, ojos que se cierran y bocas que se abren, invitando sus labios a besar, abrazados. No importa color, ni procedencia. Sí, brazos que férreamente abrazan, para evitar que escape ese momento, en el que se produce un exquisito instante en el que todos los acordes de los sentidos van, con delicadeza, acompasándose como una música armónica que detiene el tiempo; casi de manera congelada, para volver a respirar sin ahogos, palpar con calma, detener las miradas, oler la piel agitada y lamer detenidamente todos los límites de sus  saladas esencias

Vuelve la quietud, tan sólo existen sus manos y sus miradas. Van brotando las otras palabras, las de siempre, de forma pausada, dando la calma exacta para ir ensanchando, de nuevo, el gozo y el deseo. Esta vez, de forma más detenida y tranquila, propiciando un nuevo festejo colectivo de cabellos, ojos, boca, brazos, muslos y pechos, mezclados en un único tejido, dilatando los minutos para un nuevo abordaje de expansión de nuevas palabras que aborten el ruido.

Ya estoy viendo un ejército de vagabundos emocionales que nos estamos organizando, sin saberlo, para dar un corte de manga al ruido, haciéndonos el amor. Es y será nuestro vínculo.  

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