lunes, 14 de abril de 2014

En defensa de los sindicatos




Beatriz Muñoz González

Profesora de Sociología en la Universidad de Extremadura





El estallido de la crisis económica y las políticas de austeridad han contribuido a evidenciar y fortalecer la desafección de una parte de la ciudadanía hacia partidos políticos y sindicatos. Desafección que quizá pueda sintetizarse bajo el lema “que no, que no, que no nos representan”. No obstante, a pesar del aluvión de críticas  a ambos, el peso de éstas hacia unos y otros ha sido desigual. En el caso de los sindicatos, habría que añadir los furibundos ataques vertidos sobre ellos por la derecha mediática, la derecha política y la derecha social (me refiero a esa parte de la ciudadanía que no ha participado en los movimientos sociales con expresión en la calle y que se alinea ideológicamente con las anteriores). A las acusaciones de corrupción (en las que no ayuda nada el caso de los EREs andaluces) se suma la consideración de ser organizaciones obsoletas, más interesadas en mantener las “prebendas” de sus liberados y liberadas que en solucionar las condiciones de trabajo de las personas. Se les acusa de haber mantenido un silencio cómplice con el anterior gobierno y de emprender una ofensiva política contra este sin ofrecer alternativas. Algunas voces concluyen que no son necesarios.

A fuerza de repetir estos mensajes se van convirtiendo en lugares comunes y, en consecuencia, no se cuestionan, se dan por válidos y se utilizan como argumentos. Pero ¿Qué hay de cierto en todo ello? ¿Los sindicatos son cosa de otro tiempo? ¿Han perdido su funcionalidad en la sociedad post-industrial? ¿Es cierto que han trasladado sus objetivos hacia la acción política traicionando a trabajadores y trabajadoras?

Con esta inquietud he buscado evidencias en la investigación internacional en Ciencias Sociales que confirmen o refuten los argumentos anteriores, y aunque este no es lugar para exponer un “estado de la cuestión” propio de la investigación, si lo es para compartir una pequeña síntesis del resultado de mis pesquisas que quizá contribuya, modestamente, a clarificar el debate social.

El punto de arranque del interés por los sindicatos en la investigación en Ciencias Sociales se sitúa a mediados de los años 70 del siglo pasado, comienzo de su declive como resultado, principalmente, de la aceleración en el ritmo de internacionalización de la economía y de la crisis del sector industrial. La intención era conocer las razones por las cuales parecían haber dejado de ser eficaces y “atractivos”, para lo cual  era necesario identificar sus aportaciones y logros y los obstáculos para la consecución de los mismos. Los trabajos, sean de ámbito nacional o sectorial, evidencian los efectos positivos del sindicalismo en todos los países. Efectos que se concretan especialmente en el aumento de los salarios y en la mejora de las condiciones de trabajo. Remarcan también que estos beneficios afectan al conjunto de trabajadores con independencia de que estén o no sindicados. En sentido contrario, hay consenso en afirmar que la debilidad de los sindicatos correlaciona con un incremento de la desigualdad de ingresos y de la precariedad laboral. Por citar un ejemplo, la progresiva pérdida de presencia de los sindicatos en USA explica de un quinto a un tercio del incremento de desigualdades de ingresos desde 1973, así como el aumento de la pobreza entre las personas que trabajan. Existe una absoluta coincidencia en señalar que aquellos países con sindicatos fuertes presentan menores niveles de pobreza y desigualdad y salarios más altos. Ya lo sabíamos gracias a los estudios realizados por organismos internacionales, sindicatos o fundaciones de distinta índole,  pero quizá era necesario mirar a la comunidad científica para confirmarlo y desmontar todo el entramado ideológico que pretende restarles legitimidad social.

Pero además, no solo la acción sindical se realiza a través de la negociación colectiva, con presencia desigual en los países. Existe una interesante línea de investigación que subraya la influencia de los sindicatos en el desarrollo de la economía moral en la medida en que contribuyen al fomento de normas y valores relativos a la equidad: bien, extendiendo discursos igualitarios (contribución cultural), bien, influyendo en la vida política (contribución política). En este sentido, y ante los ataques de estar politizados, habría que decir que una de las características definitorias del movimiento sindical de nuevo cuño, que fortalece su presencia y su eficacia en la sociedad post-industrial, es su evolución como actores políticos en relación con diferentes organizaciones sociales. Este hecho remite a otro de los rasgos que la investigación señala como fortalecedores: la combinación de estrategias locales y globales.

Así las cosas, las acusaciones se entienden: organizaciones que trabajen solidariamente son más fuertes. ¿Qué habría sido del sindicalismo británico, tan centrado en los centros de trabajo, si  se hubiera relacionado con otros movimientos y hubiera trascendido a sí mismo? Es probable que no hubiera sido una presa tan fácil para Margaret Thacher; pero entonces, las investigaciones sobre los procesos de renovación del sindicalismo no existían, hubo que esperar a que el mal estuviera hecho para estudiarlos.

Sabemos, por tanto, que los sindicatos son cruciales en la lucha contra la desigualdad, y que en la sociedad post-industrial su acción requiere y adquiere nuevas formas y alianzas. La realidad cercana muestra que lejos de instalarse en la cultura de la queja, hacen propuestas: sobre fiscalidad, modelo educativo o, en el caso extremeño, proponiendo 50 medidas que relancen la economía y el empleo en la región. Su acercamiento a otros movimientos sociales (por ejemplo su apoyo a los Campamentos Dignidad o pertenencia a la Cumbre Social) refleja dinamismo. Por todo ello, no se explica que los gobiernos de Monago y Rajoy hagan oídos sordos a sus propuestas y desprecien el diálogo social. Y no se explica con una tasa de paro del 32% en Extremadura. Su aportación debería ser escuchada y debatida, al menos si se cree, en palabras de Habermas, en el poder de los argumentos y no en los argumentos de poder. Y un 32% de paro es un buen argumento.

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