Mi padre forma parte de una generación de
comerciantes que han iniciado sus negocios en la misma época; sobre los años
cincuenta. Su sastrería se encuentra en el medio de la calle del Sol, que parte
de una de las antiguas puertas de la ciudad. La orientación al este del arco de
entrada a la calle, consigue la ubicación precisa para recibir el sol y la ventilación con toda su fuerza. De esta
forma, sus rayos penetran a lo largo de ella hasta desembocar en la plaza
mayor.
La sastrería, con amplios escaparates, situada en un
chaflán en la encrucijada de la calle más comercial de Plasencia, se convierte
en un excelente mirador para fisgonear y adentrarme en el pulso diario de mi
pueblo. Con el paso del tiempo puedo hacer una disección sobre la vida de sus
habitantes; sobre sus prisas, sus pasiones, sus relaciones, sus aburrimientos,
sus fracasos o sus rutinas. Algunos, con su forma de andar van anunciando su
tedio; no saben qué hacer con su tiempo. Otros, van
anunciando que quieren hilar la hebra con quién se tercie y les cuesta, dios y
ayuda, avanzar cincuenta metros. Y los tenderos de la calle, que van y vienen
con paso ligero.
Mirada que se excita con la vida atropellada de los
que aman y ríen, también de los que corren. ¿O ya no
nos acordamos del joven “chico vespa”?. Tendría pasada la docena de años, trabajaba en una pescadería del mercado de la plaza y nunca podías hablar con
él porque siempre iba corriendo. Gesticula como sin condujese una moto y hace
un ruido preciso y en consonancia con los cambios de marcha, acompasados con la
velocidad que imprime a sus piernas. Cuando le molesta algún viandante y ve
peligro de colisión siempre reproduce el sonido de un claxon. Era divertido y
respetable ver la profesionalidad y la pasión que ponía en ello. De la noche a
la mañana todos le echamos en falta y después de tantos años seguimos
preguntándonos: ¿Qué habrá sido de él?
Situados a la izquierda de la tienda de mi
padre, se encuentra la peletería Curto, el Bar La Ría, las librerías de Maillo
y Cervantes, Sastrería Gil, deportes Calza, pastelería Arenas, confecciones
Simón Sánchez, el ultramarino Vega y Muebles Sánchez. Frente a su
establecimiento, la relojería Vegas, la óptica Alegre y el ultramarino a la
vieja usanza de García Matos. A su diestra, una fuente que hoy se mantiene y a
su lado la frutería de un emigrante retornado de Francia al que mi padre le
llama Kubala, por su enorme parecido al jugador del Barça. Junto a él la
mercería Luis, los Hermanos Fuentes con tiendas de confecciones especializadas
en comuniones y bodas, la zapatería Alcón, la ferretería Sol, la farmacia
Virgen del Puerto, la comisaría de policía y confecciones Caballero. Y en la
calle que lleva a la iglesia San Pedro, la pastelería de los Urbanos, donde yo me
compraba unos pepitos de crema por dos cincuenta pesetas que podría rememorar
como hizo Marcel Proust con su madalena, Luis, el zapatero y la armería Arias.
La calle tiene una impronta de vitalidad favorecida
por el paso obligado de los comarcanos que suben y bajan de los autobuses de la
estación de Félix Sánchez que se encuentra a la salida del arco de la Puerta
del Sol. Sin tener una asociación de comerciantes estable, todos ellos
mantienen una relación de ayuda y convivencia, compartiendo la vida cotidiana
en una ciudad de provincia con inflación de curas con sus dos seminarios y de
militares con su cuartel del ejército.
Casi todos son negocios familiares y la mayoría
son atendidos por padres e hijos. Podría hacer una enumeración entrañable de
cada uno de los nombres de toda la chavalería que rondábamos por los comercios
de nuestros padres intentando echar una mano y no acabaría. Con el paso del reloj comercial fue tan solo una minoría la que acabó resistiendo tomando el relevo del
negocio. En los noventa se notaba que había pasado el momento y la nueva realidad de los centros comerciales, las
marcas anclas, y las franquicias hizo el resto. Aquel universo afectivo y
fraterno terminó llevándoselo el tiempo.
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