Beatriz Muñoz González
Profesora de Sociología en la
Universidad de Extremadura
El estallido de la crisis económica y
las políticas de austeridad han contribuido a evidenciar y fortalecer la
desafección de una parte de la ciudadanía hacia partidos políticos y
sindicatos. Desafección que quizá pueda sintetizarse bajo el lema “que no, que
no, que no nos representan”. No obstante, a pesar del aluvión de críticas a ambos, el peso de éstas hacia unos y otros
ha sido desigual. En el caso de los sindicatos, habría que añadir los
furibundos ataques vertidos sobre ellos por la derecha mediática, la derecha
política y la derecha social (me refiero a esa parte de la ciudadanía que no ha
participado en los movimientos sociales con expresión en la calle y que se
alinea ideológicamente con las anteriores). A las acusaciones de corrupción (en
las que no ayuda nada el caso de los EREs andaluces) se suma la consideración
de ser organizaciones obsoletas, más interesadas en mantener las “prebendas” de
sus liberados y liberadas que en solucionar las condiciones de trabajo de las
personas. Se les acusa de haber mantenido un silencio cómplice con el anterior
gobierno y de emprender una ofensiva política contra este sin ofrecer
alternativas. Algunas voces concluyen que no son necesarios.
A fuerza de repetir estos mensajes se
van convirtiendo en lugares comunes y, en consecuencia, no se cuestionan, se
dan por válidos y se utilizan como argumentos. Pero ¿Qué hay de cierto en todo
ello? ¿Los sindicatos son cosa de otro tiempo? ¿Han perdido su funcionalidad en
la sociedad post-industrial? ¿Es cierto que han trasladado sus objetivos hacia
la acción política traicionando a trabajadores y trabajadoras?
Con esta inquietud he buscado
evidencias en la investigación internacional en Ciencias Sociales que confirmen
o refuten los argumentos anteriores, y aunque este no es lugar para exponer un
“estado de la cuestión” propio de la investigación, si lo es para compartir una
pequeña síntesis del resultado de mis pesquisas que quizá contribuya,
modestamente, a clarificar el debate social.
El punto de arranque del interés por
los sindicatos en la investigación en Ciencias Sociales se sitúa a mediados de
los años 70 del siglo pasado, comienzo de su declive como resultado,
principalmente, de la aceleración en el ritmo de internacionalización de la
economía y de la crisis del sector industrial. La intención era conocer las
razones por las cuales parecían haber dejado de ser eficaces y “atractivos”,
para lo cual era necesario identificar
sus aportaciones y logros y los obstáculos para la consecución de los mismos.
Los trabajos, sean de ámbito nacional o sectorial, evidencian los efectos
positivos del sindicalismo en todos los países. Efectos que se concretan
especialmente en el aumento de los salarios y en la mejora de las condiciones
de trabajo. Remarcan también que estos beneficios afectan al conjunto de
trabajadores con independencia de que estén o no sindicados. En sentido
contrario, hay consenso en afirmar que la debilidad de los sindicatos
correlaciona con un incremento de la desigualdad de ingresos y de la
precariedad laboral. Por citar un ejemplo, la progresiva pérdida de presencia
de los sindicatos en USA explica de un quinto a un tercio del incremento de
desigualdades de ingresos desde 1973, así como el aumento de la pobreza entre
las personas que trabajan. Existe una absoluta coincidencia en señalar que
aquellos países con sindicatos fuertes presentan menores niveles de pobreza y
desigualdad y salarios más altos. Ya lo sabíamos gracias a los estudios
realizados por organismos internacionales, sindicatos o fundaciones de distinta
índole, pero quizá era necesario mirar a
la comunidad científica para confirmarlo y desmontar todo el entramado
ideológico que pretende restarles legitimidad social.
Pero además, no solo la acción sindical
se realiza a través de la negociación colectiva, con presencia desigual en los
países. Existe una interesante línea de investigación que subraya la influencia
de los sindicatos en el desarrollo de la economía moral en la medida en que
contribuyen al fomento de normas y valores relativos a la equidad: bien,
extendiendo discursos igualitarios (contribución cultural), bien, influyendo en
la vida política (contribución política). En este sentido, y ante los ataques
de estar politizados, habría que decir que una de las características
definitorias del movimiento sindical de nuevo cuño, que fortalece su presencia
y su eficacia en la sociedad post-industrial, es su evolución como actores
políticos en relación con diferentes organizaciones sociales. Este hecho remite
a otro de los rasgos que la investigación señala como fortalecedores: la
combinación de estrategias locales y globales.
Así las cosas, las acusaciones se
entienden: organizaciones que trabajen solidariamente son más fuertes. ¿Qué
habría sido del sindicalismo británico, tan centrado en los centros de trabajo,
si se hubiera relacionado con otros
movimientos y hubiera trascendido a sí mismo? Es probable que no hubiera sido
una presa tan fácil para Margaret Thacher; pero entonces, las investigaciones
sobre los procesos de renovación del sindicalismo no existían, hubo que esperar
a que el mal estuviera hecho para estudiarlos.
Sabemos, por tanto, que los sindicatos
son cruciales en la lucha contra la desigualdad, y que en la sociedad
post-industrial su acción requiere y adquiere nuevas formas y alianzas. La
realidad cercana muestra que lejos de instalarse en la cultura de la queja,
hacen propuestas: sobre fiscalidad, modelo educativo o, en el caso extremeño,
proponiendo 50 medidas que relancen la economía y el empleo en la región. Su
acercamiento a otros movimientos sociales (por ejemplo su apoyo a los
Campamentos Dignidad o pertenencia a la Cumbre Social) refleja dinamismo. Por
todo ello, no se explica que los gobiernos de Monago y Rajoy hagan oídos sordos
a sus propuestas y desprecien el diálogo social. Y no se explica con una tasa
de paro del 32% en Extremadura. Su aportación debería ser escuchada y debatida,
al menos si se cree, en palabras de Habermas, en el poder de los argumentos y
no en los argumentos de poder. Y un 32% de paro es un buen argumento.
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