A la ciudad de la atmósfera oxidada, el interventor volvió veinte años después de que se quebraran sus certidumbres, en un ínfimo soplo de tiempo entre dos sorbos de café, que determinó el límite entre la cordura y el caos. Su desaparición misteriosa fue obligada por el tránsito inevitable de la vida ordenada a la precaria; de esta a la indigente y finalmente a un estado calamitoso, no hallando más salida que la volatilización de su presencia.
Escribió el hidalgo de Gonzalo Bayal, en su exquisita «Paradoja del Interventor», que cuando este se quedó en tierra, su edad era cercana al desguace. Ahora, la ausencia de la ciudad, durante tantos años, le había devuelto la semblanza de una aproximada efervescencia juvenil; puede que por poco tiempo. Dicen que la historia suele repetirse en forma de drama.
Había vuelto a la ciudad de la bruma porque algunos tienen la morbosa e insana actitud de volver al lugar donde un día sintieron la degradación de ser condenados a la caverna, siendo inocentes. Al primer lugar que acudió fue a la cantina de la estación pero no encontró al muchacho de la bicicleta, ni al hombre del rincón que hablaba en latín, como si estuviese despedido de la cotidianidad de la tierra. Tan solo, en la sala de espera había una máquina expendedora de bebidas que le recibía y se mostraba ante el interventor, que comenzó a sentir las primeras ausencias.
El camino de la estación a la ciudad era reconocible; las mismas calles, ahora más deterioradas; los mismos edificios, más socavados y vacíos por la cuña del tiempo, y otras gentes más ajadas y vetustas. Tras cruzar un puente junto a una ermita que había sido un lazareto, alcanzó la muralla que le acompañó, ronda arriba, hasta la entrada por un postigo que anunciaba la churrería que un día fue tabla para su naufragio. De allí a la plaza mayor, encontrándose en la puerta del ayuntamiento a una moza, expresando la hartura de estar harta, con un cartel por compañero que así lo expresaba.
El interventor fijó su mirada sobre los soportales donde en aquel tiempo conoció al barquillero que le propició, en su momento, un fugaz aliento en el advenimiento de su desahucio, pero ya no estaba. Preguntó a un jubilado, ensimismado en sus trances, quién era aquella muchacha de resistencia numantina que platicaba con vehemencia con viandantes y curiosos. .-Yo la llamo «Estherix», la vetona. Vaya de mi parte y hable con ella. Si vendiese palabras y obras, sería rica-.
Los latidos del forastero, según se acercaba al grupo, iban acompasándose al sonido imaginado de una música alegre; tal vez imbuido por la frescura que irradiaba la muchacha apuntada. Se hizo hueco entre los presentes y terminó hilando la hebra. Comentó que hacía mucho tiempo que por un infortunio había padecido la ciudad de noche y que por eso en esta ocasión había preferido el día para llegar a ella. Preguntó a «Estherix» por el barquillero y el trapero, por los espacios lúgubres y de sombras que recordaba de aquellos días oscuros. Atropelladamente le preguntó si había trenes con destino y con qué frecuencia. Ella sonrió ostensiblemente, casi con una marcada malicia.
El interés que mostraba el interventor era tal que la entusiasta muchacha le invitó a conocer los recovecos de la ciudad para que él fuese recomponiendo los espacios en su memoria. Abandonaron la puerta del Ayuntamiento y él se ofreció a portar el cartel de «hartos», mostrando hasta un cierto orgullo por llevarlo.
Por la calle que antes fue la más comercial llegaron a unas escaleras mecánicas marchitas que habían conocido mejores tiempos. -Vivimos una década donde se estropea todo lo que se hizo antes-, murmuró la vetona. De allí, subieron por una avenida con pavimentos levantados que dejaban a un lado un ascensor, junto a otras escaleras, que tampoco funcionaba. Siguió comentándole que sería menos cansada la visita si hubiese autobuses pero últimamente el servicio estaba suspendido; a punto de despiece.
Parecía que al interventor, con la mano en su barbilla, le comenzaron a rondar por la cabeza los ásperos fantasmas que le obligaron a escaparse, entonces, de la ciudad.
El interventor relataba su mala suerte al llegar una noche de noviembre a la ciudad, por culpa de un fatal desatino que, entre sorbo y sorbo de café, le condujo en el ínfimo de un instante, a la nada. Tal fue así, que más tarde cayó en la cuenta de todo lo que le estaba pasando, al ver un cartel con la leyenda: “Ojo al guarda, paso sin tren”. Tal desideratum se convirtió para el forastero en una maraña que le llevaba a enloquecer, de nuevo .-¿Pero quién pone orden en esta ciudad? ¡Ese anuncio es una invitación a que tenga que desaparecer otra vez!.
Era el cáustico anuncio kafkiano de un espacio sin salidas, ni llegadas. Un espacio laberíntico, ensimismado y cerrado mostrándose dentro de la muralla de las siete puertas; demasiadas para estar tan cerrada. Ante la posibilidad de optar al todo, la mayoría persistía por la nada. Sin querer salir, ni dejar entrar. Abducidos por una muralla que separa a los de dentro con los de fuera y todos, sin embargo, empeñados en recitar en un coro cansino sus pasadas grandezas. Los de dentro, cociéndose en una melancolía improductiva y los de fuera en una parálisis inducida por sucesivas derrotas aprendidas. Atmósfera plagada de náufragos callejeros y funambulistas en el duro ejercicio de nadar y guardar la ropa, viviendo una edad de oro en la fase álgida de su decadencia.
Era una ciudad de cartón piedra; donde una moderna cartelería soportada por tecnología te indicaba los tiempos de llegada de autobuses averiados que nunca llegaban; las plazas de aparcamientos que estaban libres, sin estarlo; las calles vigiladas por cámaras que no tenían un maldito software y rotonda con bandera. .-Eso sí, al Palacio de Congresos en el extrarradio se deberá llegar por intuición, maltratado por la ausencia de una mínima indicación.
Mientras circunvalaban, caminando la ciudad, Estherix y el Interventor intercalaban reflexiones que aumentaban en la medida que cada uno de ellos observaba un incremento paulatino en la atención del otro. Así llegaron, por un bosque junto al río, hasta las catedrales, asombrándose el interventor mientras subían unas escaleras, que en un giro obligado daban a una puerta desvencijada por el tiempo y por la desidia del equipo de gobierno de la ciudad parcheada, a un espacio que les abrió a un enlosado del medievo. La moza vetona, exclamó con una sonrisa sarcástica: .-¡Todo esto no se lo llevan. Para el secular placer de las mujeres y de los hombres! Relató que aquel lugar que pisaban, poco después de la desaparición del interventor, se había abierto al paisanaje, tras trescientos años de estar cerrado. .-Hace dos décadas que otra mujer alcaldesa abrió este reducto.
La percepción del visitante relajó su rostro, transmudando sus “ojos judiciales y entrecejo psiquiátrico”, por otros encendidos y abiertos a la claridad. Tras el caos: charcos múltiples, aceras levantadas, transporte averiado, escaleras cortadas, Estherix le condujo a la certeza milenaria de las encinas que se divisaban desde allí y a las cigüeñas batientes que se resisten a su ausencia.
La visión primaria de locales cerrados con carteles anunciando que “se venden”, servicios de segunda mano, farolas encendidas de día y apagadas en la noche, una ciudad pétrea, mimetizada por una ilusión convertida en farsa, estaba siendo rectificada por una creencia vital alejada de finales existencialistas.
El silencio de sus pobladores, que hasta entonces les volvía sordos y ciegos; las risas bobaliconas y tabernarias de charangas y perrunillas que hasta entonces eran la traza innoble de los irreductibles para suscitar, conservar, custodiar y sostener la ciudad del celofán, podían y debían ser apagados para dejar paso al futuro de los relatos compartidos.
Esta vez, con una sonrisa eufórica, el interventor con buen criterio, creyó que ese oficio postizo que le habían acoplado era un buen inicio para comenzar a intervenir: .- ¡En esta ciudad, habrá trenes con destino!










